Hace apenas un rato, tras caer Marta rendida en el sofá, he conectado mi Xbox 360 con la intención de reanudar la partida guardada que hacía escasas horas había abandonado. De camino a la Sage Tower, en Enchanted Arms, tras 42 horas de juego.
Cual ha sido mi sorpresa cuando se ha colgado apenas cargar desde el disco duro. Reinicié, volví a cargar, mismo cuelgue. Reinicié y... las temidas tres luces rojas de la muerte. Mi Xbox 360, salvo milagro, está en un coma profundo sin actividad cerebral del que no va a despertar.
No es nuevo este problema para la blanca de Microsoft, que desde su lanzamiento en noviembre de 2005 le azota con un chorreo constante de devoluciones de consolas que, al no haber cumplido la garantía, deben sustituirse o repararse. No puedo ni imaginar el coste que eso tiene que implicar para la compañía de Redmont, lo cual indeflectiblemente repercutirá en los usuarios. Y tampoco puedo ni imaginar el tamaño de esta chapuza que afecte a TANTOS usuarios simultáneamente.
No se trata del "conozco a alguien, un amigo de un amigo que...", no. Todos y cada uno de los usuarios no pasan del primer salto relacional cuando hablan de las famosas tres luces rojas. En mi caso es sencillo: Ramón Méndez, redactor de MeriStation, es uno de ellos. Boron, el CCA, otro. Filetón, desde Jaén, también perdió a su 360. Y hay más, muchos más. No es necesario recurrir a ejemplos lejanos para saber de alguien con quién compartir esta irritante experiencia. Simplemente, como por pura lotería, hoy me tocó a mí.
Es la primera vez en mi vida que me sucede una cosa así con una consola: NES, SuperNES, Master System, Megadrive, N64, PlayStation, Xbox, PlayStation 2... todas han aguantado hasta el final de su vida "laboral"; incluso la Ps2, cuyo lector renquea tras 6 años y medio de tute (Eolo inclusive), sigue en pie ejecutando desde el disco duro ese Final Fantasy XII que tengo a medio empezar. Ahora mi consola empezará un largo viaje a Dios sabe donde y ya veremos como termina.
La caída se mi 360 se lleva consigo varias cosas: en primer lugar mi confianza en el producto, que se ha convertido en resquemor hacia el mismo; en segundo lugar las horas de diversión que necesariamente debería haberme proporcionado, ya que era su deber por el que pagué en su momento. Y tercero, las docenas de partidas guardadas que hay en el interior, cosa que espero recuperar de un modo u otro esperando que mañana la pueda encender y traspasar sus contenidos a una tarjeta de memoria externa.
Porque si una muerte de por sí es dura, por lo menos que no se lleve también los recuerdos.
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